Levanté las sábanas para mirarme el tobillo derecho. Magullado, quizá roto. También me dolía la espalda. Llamé a mi amigo Danny para que me llevara a urgencias. Nos reímos de nuestra gran noche de juerga mientras bajábamos cojeando las escaleras, conducíamos hacia el sur por la I-91 y aguardábamos sentados en la sala de espera… hasta que el médico dijo que podía haberme roto la cervical y quedar paralítico.
Cuando el médico se puso un guante de látex para examinar el músculo anal, Danny se puso detrás de la cortina para llamar a mi madre. Ella le preguntó qué había pasado. Danny le dijo que no lo sabía. Me había desmayado en el sofá del tercer piso de la casa de la fraternidad, pero me desperté en una cama del segundo piso. Todo lo demás estaba en blanco.
Sospechando que Danny mentía para protegerme a mí o a sí mismo, mi madre tomó el auto y condujo hasta el hospital para averiguarlo. Desde Colorado hasta New Hampshire.
Una semana más tarde, me llevó del hospital a un hotel de larga estancia para recuperarme. Mis fracturas de tibia y peroné y de columna lumbar estaban inmovilizadas en yesos blancos y duros, y yo pesaba 18 kilos menos. Pero no estaba paralizado.
Nuestra primera noche allí, a la 1 a. m., sonó la alarma de incendios. En la carrera hacia la seguridad, mi silla de ruedas quedó atascada en el umbral de la puerta. Mi madre me rescató con un par de muletas de repuesto. Fui cojeando hasta el estacionamiento, con pesadillas de una muerte en llamas rondando por mi cabeza.
Devolvimos la silla de ruedas y surtimos la receta del analgésico. Pocos días después, volví a mi último año de universidad con muletas, confuso y alojado en una habitación con adaptaciones especiales.
Y así fue como empecé mi último año de universidad, un año que había pensado que estaría lleno de fiestas, chicas y los estudios necesarios para conseguir un trabajo. Ahora me enfrentaba a un año de dolor, muletas, recuperación y autocompasión. Dos veces por semana iba a fisioterapia para volver a aprender a sentarme derecho. Todos los días me llamaba mi madre y me decía: “¿Cómo estás? ¿Qué pasó aquella noche? Deja de mentirme”.
Por primera vez en la universidad, bajé el ritmo. Cambié las salidas nocturnas por largas comidas en la cafetería con amigos que tenían la amabilidad de llevarme la bandeja de la comida. Atesoraba mis clases y mis profesores, me apuntaba a las cenas de la facultad y realmente terminaba las lecturas.
Una de mis asignaturas era batería, una nota sobresaliente fácil de conseguir para los licenciados en Ciencias que necesitaban cumplir un requisito artístico. Al principio de cada clase, el profesor nos pedía que calificáramos cómo estábamos en una escala del 1 al 10. Se rumoraba que salías mejor en la clase si te ponías una buena calificación, así que yo siempre me ponía un ocho o más, a pesar de mi aparato ortopédico en todo el torso, la pierna ortopédica, las muletas y la neblina mental por los analgésicos.
Cuando un estudiante de premedicina se puso una nota baja debido a que había obtenido una mala calificación en química orgánica, el profesor me señaló y dijo: “Míralo. ¡Es un ocho! ¿Cómo puedes ser un tres por un examen?”.
Había otra persona en el campus que aprovechaba mi situación para darse ánimos. Un día, cerca del patio de comidas, vi a un par de compañeras del equipo de fútbol, Kim y Emma, a las que apenas conocía. Kim también llevaba muletas por una rotura del ligamento cruzado anterior.
Al verme, Emma le dijo algo a Kim y ambas se rieron.
Más tarde supe por qué: para animar a Kim por haberse perdido la temporada de fútbol, Emma le había dicho: “¡Al menos no eres ese chico!”.
Cojeando o no, yo era el responsable de planear la fiesta formal trimestral de nuestra fraternidad. Fui sin pareja, pues apenas podía andar, y mucho menos bailar. Pero aun así necesitaba encontrar conductores designados para la noche. Mi amiga Annie se ofreció a conducir e invitó a Emma.
Annie y Emma llegaron temprano para llevarnos a Danny y a mí al lugar para que pudiéramos prepararnos. Yo fui con Emma. Empezamos a hablar de su clase de Filosofía sobre el libre albedrío. Ella había decidido que el libre albedrío era una ilusión. O quizás no.
A la mañana siguiente, envié un correo electrónico a Emma para ver si quería ir a cenar. Emma le contó de la invitación a Annie, que me conocía mejor.
Annie dijo: “Él siempre busca las cosas por las razones equivocadas”.
Y tenía razón. Aun así, Emma dijo que sí.
Nos sentamos junto a la ventana. Me puse ropa deportiva porque los pantalones de verdad no me cabían por encima del yeso. Dejé a Danny en la biblioteca, con la incredulidad de que ya casi había terminado mi trabajo final y que tenía una cita real, la primera de mi vida. Nunca había invitado a una chica a cenar o tomar un café o ningún tipo de salida respetable. Todo habían sido ligues casuales, reuniones de fraternidades y hermandades, encuentros de borrachos.
Inseguro de qué pasaría, preparé tres preguntas en una tarjeta para hacerlas en los momentos en que no tuviésemos nada que decir.
Emma pidió una pizza de queso de cabra; yo, macarrones con queso. Hablamos de sus próximas prácticas en Míchigan y de mis lesiones. A la primera pausa, me puse nervioso y recurrí a mis tarjetas de notas: “¿Qué tal tu temporada de fútbol?”.
En nuestro punto de despedida en la plaza de la universidad, hicimos una pausa para darnos las buenas noches. Emma sostenía la pizza que le había sobrado con las dos manos y decía algo importante, o interminable. La interrumpí con un beso. Ella me devolvió el beso, tanto como se puede mientras se sujeta una caja para llevar.
Volví pronto con mis muletas a la biblioteca. Con la adición de un beso a mi ya exitosa cita, Danny se mostró aún más incrédulo: “¡No era una cita! Enséñame el correo electrónico”.
Le envié un correo electrónico a Emma para preguntarle si quería ver una película en mi habitación. Me dijo que sí. Le enseñé a Danny ese correo electrónico y lo dejé por segunda vez esa noche.
Nos graduamos y obtuvimos nuestros primeros trabajos. Dos años después de mi lesión, un amigo de la universidad, Jonny, se cayó por unas escaleras tras una noche de fiesta en Nueva York y murió, a los 23 años, de una lesión cerebral traumática. Cuando me enteré, pensé en su madre. Luego pensé en mi madre, sabiendo que podría haber sido yo, y dejé de compadecerme.
Con el tiempo, se me curó la pierna y, sobre todo, la espalda. Cada pocos meses, la espalda se me bloquea y apenas puedo moverme. Cuando eso ocurre, me tomo una semana libre y les digo a mis compañeros que me lesioné esquiando. Con solo 33 años, no puedo evitar preguntarme cuánto empeorarán y se harán más frecuentes estos episodios a medida que envejezca.
Cuando el dolor es insoportable y mi sentimiento de culpa y autocompasión regresan, Emma me prepara baños de hielo. Me acaricia el pelo y me besa la cara mientras estoy tumbado en el sofá después de estar un día sentado. Acampa conmigo en la sala, donde el suelo rígido ofrece más apoyo para la espalda que una cama. Intenta aliviar el dolor con un masaje improvisado, o al menos empuña la pistola de masajes con gusto. Mueve los sofás y los libros y recoge todo lo que se me cae. Me dice que haga fisioterapia y ejercicio. Me recuerda todo lo que amo y aún puedo hacer.
Cocinamos, Emma de pie y yo sentado. Vemos maratones de series tumbados en el suelo. Viajamos en vuelos largos con cojines de asiento, rodillos de espuma y pelotas de lacrosse, y Emma siempre ocupa el asiento de en medio. Decimos que estamos predestinados a estar juntos porque el libre albedrío es una mentira. Y hace dos años nos casamos.
Nuestras vidas están marcadas por el dolor, pero sobre todo por el amor. Le dije a Emma en mis votos matrimoniales que la historia de mi vida es la historia del chico más afortunado del mundo. Reímos, amamos y jugamos como cachorros, como nos llama Danny, a través y alrededor del dolor y durante el dolor. Aunque empeora cada año, el dolor es lo que yo hago de él: una nota a pie de página de la historia de amor.
El año pasado, 12 años después de nuestra primera cita, volvimos a nuestra ciudad universitaria y fuimos a cenar al mismo restaurante. La pizza de queso de cabra ya no estaba en el menú, así que compartimos los macarrones con queso. Luego nos dirigimos a la plaza de la universidad para terminar la recreación de nuestro primer beso. Excepto que Emma estaba segura de que ocurrió bajo el árbol de la esquina y yo estaba seguro de que fue en la acera de enfrente. Alegamos nuestros casos pero nunca nos besamos, incapaces de ponernos de acuerdo, y luego volvimos andando al auto.
Para mi madre, la verdad: nunca supe, y sigo sin saber, cómo me rompí la espalda y la pierna, pero ya dejó de importarme. Lo que sí sé es esto: aquella noche, caí en una vida de dolor y amor. Y volvería a elegirla, si es que alguna vez existió la opción.